DE SILENCIOS Y VEREDAS




  Rosa dejo a su hijo en el jardín infantil, luego volvió a su casa, hizo el aseo, se preocupó de dejar toda  la loza limpia. Odiaba ver loza acumulada en el lavaplatos, manía heredada de su madre quien jamás se acostó dejando pendiente el lavado, inclusive en navidad y año nuevo.
Al terminar con las labores de casa, se metió a la ducha, tomo un breve baño, se vistió con su mejor ropa, se maquillo y salió. Iba sin apuro. Camino varias cuadras, en las primeras ya evidenciaba el error de haberse puesto sus únicos zapatos con tacones altos.
Al llegar a la vieja y conocida iglesia vio la carroza fúnebre, las flores y a los hermanos que hacía mucho había dejado de ver. Ir al funeral de su madre no tenía una connotación dolorosa, tampoco era un mero trámite, era algo que sabía pendiente, importante, esperado tal vez, el final.
Rosa era  una mujer de cuarenta y tres años, sin estudios profesionales, de contextura media y rasgos corrientes. Su inteligencia estaba dentro de la media. Siempre tuvo una extraña forma de ser. Desde pequeña prefirió la soledad, le incomodaba la gente, se avergonzaba con facilidad. Al llegar a la adolescencia su hermetismo fue en aumento, hablaba poco, no tenía amistades, le parecía demasiado trabajo mantenerlas. El interesarse por alguien  requería tener deseos de hacerlo y ella simplemente no los tenía. Desde la separación de sus padres decidió que no se casaría nunca. Al ver a su madre destruida por la traición  creyó que esos eran dolores que no soportaría padecer, eran innecesarios y completamente evitables. Además al haber  sufrido en carne propia la trasformación de su mamá, de ser una abnegada  madre y esposa enamorada, a una mujer intoxicada por el dolor, quien al no tener al causante de sus desgracias cerca usaba a sus hijos como punch de Box.
Física y psicológicamente Rosa y sus hermanos fueron objeto de sus arranques de locura. Para Rosa, el matrimonio y sobre todo el amor estaban completamente descartados en su vida.
El día que decidió irse de la casa  de su madre, solo le dijo que se iría por que ya no la soportaba más, su madre  reaccionando de la única forma que sabía, quiso golpearla, no pudo , Rosa le afirmo las manos antes de que le cayera a golpes.  A esas alturas ya tenía más de veinte años y una vida llena de vacío.
  Al verse en la calle con un pequeño bolso en sus manos, el que contenía solo sus básicas y mínimas pertenencias,  sintió pánico, no tenía idea de dónde ir, ni que hacer, lo único claro en ese momento era que si no salía de la casa que acababa de abandonar terminaría matando a su madre. Ese día  descubrió que la odiaba, no soportaba su voz llena  de insultos, no quería volver a oírla decir –Eres tan imbécil como el desgraciado de tu padre-
Sin tener a nadie a quien recurrir comenzó a caminar, era tarde, cerca de las nueve de la noche, afortunadamente había descubierto el odio por su madre  en verano, por lo que el frío nocturno era una preocupación menos. De pronto recordó que cerca, a unas veinte cuadras había una iglesia, pensó que allí estaría a salvo, al llegar se dio cuenta de que no era la única que pensaba que ese era un buen lugar para pasar la noche. Como no le gustaba hablar con la gente, solamente se interesó en ubicar un rincón en las puertas de la iglesia para poder acomodarse y dormir. Cuando hubo encontrado un espacio en medio de la miserable multitud, comenzó a buscar en su pequeño bolso algo que sirviese de  “cama” para poner en el piso, una mujer que llevaba un coche de muñecas con un gato dentro , la tomo de un brazo empujándola y ganándole el lugar . Rosa no peleo el espacio, busco otro, su actitud mansa fruto de más de la mitad de su vida de insultos y golpes era parte de las marcas que su madre le había dejado. No pelear por nada.
Despertó cerca de las cuatro de la mañana con un hombre viejo y maloliente abrazado a ella intentando meter las manos entremedio de su blusa.  Asustada lo empujo y se levantó de un salto, tomo su bolso, el que estaba abierto y sin las mitad de sus cosas y se fue. El hombre con quien había despertado le lanzaba besos y le pedía que no se fuera los que vieron la escena  se rieron de buena gana, ella tenía mucho miedo, pero sobre todo  se sintió avergonzada.
Así anduvo Rosa, la vagabunda, la indigente, la joven mujer que por no matar a su madre se echó al mundo. Al mes de su nueva vida ya se había adaptado, hasta se diaria que le gustaba vivir así, sin esos gritos histéricos de su madre recordándole lo poca cosa que era, sin el miedo de no controlar la rabia un día.
  En esta nueva versión de ella misma no existía el odio, no se lamentaba tampoco, solo vivía el día a día, libre, sin horarios, sin tener que hablar o querer a alguien por obligación. Su existencia  dependía de encontrar algo para comer, para ella eso no era tan complejo, siempre tuvo suerte. Lo más complicado siempre fueron las noches. A veces despertaba como la primera noche sin techo, siendo manoseada por cualquier inmundo viejo  con aliento alcohólico o algún adolescente lascivo y drogado.
Con el tiempo llegó a conocer y reconocer el peligro. Supo de lugares donde no había que arriesgarse nunca a ir. Aprendió que la droga vuelve peligrosa a la gente ,supo que las personas  de la calle no le importan mucho a nadie.Por eso ella se cuidaba, no quería terminar violada y botada en un basural.
 También conoció gente que aunque vivía en la calle como ella, se cuidaban entre sí, no vivían sucios e incluso tenían trabajos durante el día.  A pesar de su renuencia a la conversación, siempre escuchaba, estaba atenta a cualquier cosa que creyese relevante para estar a salvo. Al enterarse de esos lugares donde las personas intentaban llevar una vida normal en el día, sintió curiosidad, decidió que estaría mejor allí. Entonces una noche llego a uno de esos sectores. Al verla, una mujer de las que pernoctaba en la vereda, sobre un colchón acompañada de un hombre mucho menor, le pregunto quién era. Ella no respondió, la mujer le pregunto si tenía cigarros, Rosa movió la cabeza de un lado a otro indicando con su gesto que no. La mujer pensó que Rosa era muda y por eso no la molesto, incluso le permitió armar su “cama” al lado de ellos.
De madrugada Rosa sintió que la movían para despertarla, era su “vecina” de cama. Hilda, así se llamaba la mujer,  le dijo que tenía que levantarse porque estaba por pasar el camión municipal que mojaba la vereda. De esta manera Rosa se fue enterando de la rutina de su nuevo “hogar”. Luego de amarrar la colchoneta y ponerla sobre el techo de un paradero cercano, Hilda invito a Rosa a tomar desayuno. A pocas cuadras estaba ubicado un carrito de sopaipillas, ahí mismo vendían café. Rosa seguía sin hablar, la última  vez que había dicho algo fue a su madre, el día que se marchó de su casa, de eso casi había transcurrido un año. Rosa solo llevaba su bolsito, en él una frazada que usaba de colchón, en los días de frío buscaba cartones y plásticos para taparse. Hilda le quito con suavidad el bolsito y lo puso sobre el paradero diciéndole que no se preocupase, que de ahí no lo sacaría nadie.
Mientras tomaban desayuno  Rosa se entero  que el hombre que dormía con Hilda la noche anterior era su pareja y que trabajaba en la construcción. La mujer también le conto que llevaban cerca de tres años viviendo en la calle, antes habían tenido una casa, la que perdieron al quedar ambos sin trabajo, su pareja apenas hacia un mes había encontrado trabajo nuevamente, ella en tanto trabajaba  cuidando jardines municipales. Le conto que ese día no iría a trabajar porque había pedido permiso, necesitaba hacer unos trámites para ver si podía conseguir algún subsidio para obtener otra casa.  Rosa la miraba con interés, era la primera vez que le interesaba la conversación de alguien.
Hilda le mostró  a Rosa un lugar donde por trecientos pesos se podía bañar. Le dijo que podía ir con ella si quería, porque ya se tenía que arreglar para ir a hacer sus trámites. Rosa se duchó. No recordaba la última vez en que se había bañado. Ella  siempre buscaba piletas de plazas solitarias para lavarse por parte, ahora se sentía en la gloria con el chorro de agua tibia  corriendo desde su cabeza. Cerró los ojos un momento, estando en ese estado de éxtasis, sintió que golpearon la puerta bruscamente para apurarla.
Las mujeres se despidieron, Hilda con un” chao” nos vemos en la noche, Rosa con un gesto y una sonrisa. Rosa paso el día como siempre caminando, buscando algo para leer, durmiendo en alguna banca, buscando algo para comer. Al anochecer se sintió feliz de saber el lugar exacto en donde dormiría.  Los días y las noches de Rosa pasaban  sin que importaran demasiado. La misma vida no tenía importancia, solo vivía porque nunca se le ocurrió morir. En su simpleza no  supo de depresiones, ni penas, sin embargo sintió muchas veces alegrías. Las suyas eras alegrías simples, chiquititas, momentáneas, como son las alegrías de los pobres. Le ponía contenta tener comida, ver llegar en las tardes a Hilda, escuchar sus historias y anhelos de mejores tiempos, llevarles a Felipe y a Hilda algo de regalo, alguna cosa linda que encontraba cachureando en sus vueltas.
 Desde que salió de la casa de su madre no volvió a pensar en ella, ni en odio, tampoco pensó en su padre, o  en alguno de sus hermanos. Hilda y Felipe (la pareja de Hilda) de a poco se fueron transformando en su familia. Rosa respondía a los gestos de cariño desinteresado de estas dos buenas personas, con sus mejores sonrisas.  Nunca les dijo ni una sola palabra, a tal punto que ellos jamás supieron su nombre, le decían la mudita. Rosa  nunca los saco de su error, ¿para qué? se sentía querida y protegida por estas nobles personas que compartían las noches en su misma vereda.
Un día de tantos Hilda regreso del trabajo antes de la hora, Rosa no estaba, andaba dando sus típicas vueltas.   Hilda andaba contenta, al atravesar la calle, no vio que venía una camioneta cerca, solo sintió el impacto que lanzo su cuerpo varios metros más adelante, sus herramientas de jardinera quedaron desparramadas. Hilda no se dio cuenta de nada, ni siquiera de su muerte. 
Antes de ser arrollada estaba feliz. Al fin, después de muchos años y tantas burocraticas esperas le otorgarían su ansiado subsidio. Ella y Felipe vivirían en una casa nuevamente, volverían a sentirse gentes. Lo habían hablado varias veces y estaban decididos a invitar a Rosa a vivir con ellos. Hilda no alcanzo a decírselo.
Cuando Rosa llego a dormir, vio que la cama de sus vecinos no estaba estirada, pensó en darles una  sorpresa y tenderla ella.  Sacó del techo del paradero la vieja colchoneta, las frazadas y los cartones que Hilda siempre ponía debajo para evitar la humedad, según decía. Luego tendió la suya, mucho más sencilla. Pasaron las horas y ni Felipe, ni Hilda llegaron a dormir, ella tampoco pudo, sus vecinos nunca habían dejado de dormir a su lado desde su llegada a aquella vereda. Al día siguiente Temprano, recogió las “camas” para evitar que las mojase el camión municipal que lavaba las veredas. No se fue a dar sus vueltas, se quedó allí, estaba inquieta.
Cerca del mediodía, vio a la distancia que se acercaba Felipe, corrió a su encuentro, el al verla, le acaricio el rostro, sus ojos estaban llenos de una pena inmensa, ella reconoció el dolor en su mirada, espero a que Felipe juntase las fuerzas necesarias para decir lo que debiera decir. Felipe le tomo la mano y le  dijo –Se nos fue la Hilda mudita, nos dejó solitos- y rompió en llanto. Rosa sin saber que hacer se dejó abrazar sin responder al abrazo, sus pensamientos chocaban y se revolvían al igual que su estómago. Unos momentos después dejando a Felipe envuelto en su pena, busco su bolsito desteñido en el techo del paradero y partió. Su simpleza se desvanecía, la mujer a la que había querido tanto ya no estaba, su pareja estaba solo y ella no se haría cargo de él, ni de su pena. No sabía cómo se hacía algo como eso. Ella misma hacia mucho, había decidido no sentir pena para no tener que lidiar con ese sentimiento que enloquece a la gente. La pena  de su madre, era el más cercano y doloroso ejemplo. 
Entendió que ya no tendría la protección de nadie en las noches, eso le pareció un gran problema. Sin pensarlo demasiado resolvió que ya no viviría en la calle. 
Se fue a una casa de beneficencia, una ONG que intentaba sacar a la gente de las calles. Su aporte a la sociedad era evitar que siguieran siendo pobres indigentes, “gente en situación de calle”. Sus buenas intenciones solo llegaban hasta ahí, luego muchas personas se transformaban en pobres con casa y muchas deudas. 
Parada en la puerta de la vieja casona  se terminó de convencer de que era lo mejor para ella. Entró, la sala estaba vacía, el escritorio de la recepción también. Espero un momento antes de que apareciera una mujer joven, rubia, vestida modestamente, pero notoriamente por elección, como para estar más ad hoc con el lugar. Rosa la miro en silencio, la mujer se sentó como ignorando su presencia. Luego de un momento de silencio la mujer rubia le señalo que se acercara al escritorio.  Rosa tomo asiento frente a la mujer, esta le estiro la mano para saludar, con una cordial sonrisa le dijo – Bienvenida-  Rosa  tomándole la mano sonrió  también y dijo mi nombre es Rosa, después de casi diez años se alegró de oír nuevamente su propia voz.
Ella era la tercera de seis hijos de padres separados, enloquecidos por la vida y sus malas decisiones. Su madre, una mujer brutalmente resentida por la infidelidad y el abandono, su padre un hombre que perdió la alegría cuando se marchó de su casa con otra mujer, la culpa por el abandono al que condeno a sus hijos  no lo dejo en paz  hasta el día de su muerte.
Rosa poseía muchos rasgos de personalidad parecidos a su madre, a pesar de su distancia y a pesar de los pesares. Cuando decidió irse de su casa tenía más de veinte años, diez años después recuperada de sus padres, decidida a cambiar su vida busco y encontró ayuda asistencial. Consiguió un lugar donde vivir, conoció mucha gente sin comprometerse demasiado, tuvo un par de parejas, nada de amor.  Al cumplir los treinta y ocho años, nada quedaba de la mujer indigente que había sido. Aseada, preocupada de su aspecto, con un trabajo estable, responsable de sí misma e incluso con vida social. La renovada versión de Rosa, naturalmente llamo la atención de un hombre, compañero de trabajo, ella sin amor de por medio  se comprometió, al poco tiempo se casaron abandonando una de sus promesas de no contraer nunca matrimonio.
A los cuarenta años nació su primer y único hijo, al que el padre llamo Pedro. Su vida de casada era tranquila, el marido era un hombre trabajador y cariñoso, ella  en cambio fría y hacendosa. Lo hacían funcionar. Se veían felices, Rosa no aspiraba a más. Su marido vivía su feliz sueño inventado, en el su mujer lo amaba tanto como la amaba él. La tardía maternidad fue como muchas otras cosas en la vida de Rosa, algo no planificado y aceptado sin cuestionar. Pese a no haber desarrollado lo que llaman instinto maternal, cuidaba bien a su hijo. Le gustaba verlo crecer, sabía que no le pertenecía, lo veía como alguien a quien tenía el deber de proteger hasta que lograse hacerlo solo. Quién sabe si lo habrá amado, probablemente sí.

Rosa nunca se manifestó feliz o triste. Su vida nunca fue más que el día a día que llego a vivir.



Aidana - Mujeres.

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