EL CARTEL
“Vendo mi alma al mejor postor” o
“la cambio por comida” Soy jubilado y no me alcanza para comer. Se
podía leer en el cartel que se colgó en el pecho para ir a pararse fuera de aquel caro restaurant. Entre la distinguida clientela del lugar se
contaban varios famosos empresarios, prestigiosos abogados, algunas
celebridades del mundo artístico y variados personajes exitosos según los estándares de éxito de una sociedad
tan enferma como la nuestra.
El no pretendía en realidad
vender su alma, pues no creía tener una, su verdadera intención era conseguir
llamar la atención de los clientes del restaurant. Ya no trabajaba, había jubilado sin júbilo
hacia cinco años y gracias al nefasto sistema de pensiones recibía mensualmente menos de la mitad de lo
que ganaba cuando aún trabajaba. Vivía solo y acompañado. Solo porque no había
ningún otro ser humano viviendo bajo su techo y acompañado de su perro, un
quiltro que recogió un día de lluvia al que luego de alimentar nunca más pudo
sacar de su casa.
En su vida fue esposo y padre de
familia, su matrimonio duro treinta años, luego su esposa se fue, el alzhéimer
no la regreso jamás, desde entonces vivía en una residencia. Él ya no la
visitaba, ella no se daba cuenta.
Sus hijos, tres hombres y una
mujer se habían distanciado hacía tiempo, cada uno hacia su vida, solo lo
visitaba su hija menor, quien cada vez que iba a su casa le contaba un millón
de problemas como para evitar que él le pidiera ayuda en algo. Sabía que tenía
muchos nietos, pero solo conocía a los primeros, nunca se le dio muy bien lo de
los nietos, no era cariñoso y le molestaba que los niños hurgaran entre sus
cosas.
No sabía decir si era feliz o se
había acostumbrado a vivir de esta forma. Su casa estaba siempre bien cuidada,
no le gustaba el desorden, siempre le temió a la enfermedad de acumular, por lo
que vivía con lo justo y necesario. Su vida era simple, le gustaba la lectura,
ver televisión, escuchar música clásica,
jugar ajedrez y conversar con su perro,
quien siempre le prestaba mucha atención.
A veces
se iba a la plaza de armas a buscar algún contrincante para el ajedrez,
otras salía a caminar a alguna feria de cachureos buscando libros baratos. Su vida tal cual estaba no le molestaba en lo más
mínimo, eso hasta el día en que se levantó con la idea de pintar aquel
particular cartel e ir a exhibirlo a las puertas del elegante restauran de
moda en el mundo paralelo de los pocos que tienen mucho.
Ese día se levantó muy temprano,
se dio una ducha, se quedó en
calzoncillos y camiseta mientras tendía la cama. Luego busco un trozo de cartón,
un plumón y confecciono su cartel. Después
fue al closet y escogió entre sus escuálidas
prendas el único terno que guardaba desde sus tiempos de trabajador activo. Una
vez vestido y bien peinado su escaso cabello, alimento al perro sin nombre,
porque nunca supo cómo se llamaba y le parecía una impertinencia a esas alturas
de la vida del can colocarle un nombre cualquiera. Solo lo llamaba perro,
porque de eso si estaba seguro, era un perro.
Salió de su casa, se encontró por
el camino con un par de vecinos viejos igual que él. Saludaba a todo el mundo cordialmente,
pero jamás se detenía a conversar en la calle, sentía que si lo hacía tendría que
quedarse demasiado tiempo escuchando conversaciones poco interesantes las que generalmente tenían que ver con enfermedades,
delincuencia o algún chisme.
Camino rápido, su plan del día
era llegar antes de la hora de almuerzo al
restauran que había visto la noche anterior en la tv como uno de los más caros
y elegantes de Santiago. Quería sembrar algo, una inquietud o lo que fuera. Su
plan no tenía ningún objetivo demasiado claro, pero de alguna forma quería incomodar
con su cartel. No sabía si lo inspiraba algún afán de justicia o resentimiento.
Pero a sus años sabía que si un día se amanece con una idea que prende una
chispa en su cabeza , la que lo hace sentirse vivo, travieso o justiciero…Eso
no se debe dejar escapar, no hay mañana cuando se está viejo pensaba.
Luego de andar perdido por unos
momentos llego a su objetivo a la hora
planificada. Se paró justo frente a la entrada y extendió su cartel. Quienes
entraban al restaurant lo miraban como tratando de no ver. Se notaba la
incomodidad, él un viejo ateo ofrecía su alma solo para burlarse un rato de la hipócrita
religiosidad de aquellos que en un almuerzo se gastan más de lo que un viejo como él recibía de pensión en un mes.
Después de algunos minutos de
estar ahí, un poco cansado por la caminata y estar tanto rato de pie decidió irse. Esta vez no
camino, tomo una micro y mientras iba de regreso a su casa pensaba en lo que escribiría
en el próximo cartel…
Aidana - Letras Revueltas
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