EL HIJO



Las luces de la calle ya estaban encendidas cuando regreso. No sabía decir cuántos años habían transcurrido desde que abandono  entre lágrimas aquella calle prometiéndose no volver jamás, sin embargo las vueltas de la vida lo ponían en ese sitio nuevamente.
 Esta vez, más maduro, se reencontraba  con ese pasado donde  habitaban  sus miedos más profundos y danzaban burlonas sus penas acompañadas de sus muertos abandonados al olvido. Aunque  había descartado regresar, en su corazón  era un pendiente complicado, algo que debía enfrentar, una angustia permanente que se encargó de evadir por largo tiempo llegándose a convencer a ratos, de haberla superado.
 Al estar parado allí, con la mochila en la mano como cuando volvía de la escuela,  en esa,  la calle  donde quedaron guardadas las "pichangas" infantiles, las carreras de autos de madrera construidos por él y sus vecinos, las tardes de jugar a la troya con las bolitas de cristal que en un tiempo fueron su mayor orgullo, se sintió azotado por una ola de nostalgia que por primera vez se permitió sentir.  
Avanzó unos pocos pasos desde el lugar donde había quedado parado luego de bajar del taxi, le parecía que le pesaban los pies, el silencio espeso de ese anochecer de otoño le incomodaba, estaba alerta, pero sus movimientos eran exageradamente lentos, como intentando retrasar al máximo  el momento en que tendría que llamar a  la puerta del número 9086, la casa de sus padres, de su padre. Su madre había  partido de este mundo hacía varios años. Él no estuvo en el funeral, solo se había enterado un par de horas atrás. De alguna manera esa noticia tan triste le entrego el impulso necesario para decidir volver. Desde su partida no recibió más  noticias de su familia hasta esa mañana, cuando vacío el buzón en busca de las cuentas que planeaba pasar a pagar de regreso del trabajo, desconfiaba de los pagos virtuales. Con su habitual desgano reviso cada sobre sin abrirlo, de pronto, uno llamo su atención, era más grueso que los demás y de un extraño color café.  En él solo estaba escrito su nombre, sin remitente ni  sin estampillas. Con curiosidad  infantil abrió el rustico sobre, en su interior unas hojas de cuaderno, una pluma de paloma y una fotografía  de su madre con él en sus brazos.
La extraña correspondencia lo descoloco, no la leyó, la metió en su mochila y siguió con su día según su estructurada planificación intentando no pensar en la carta. Suprimió con esfuerzo la sensación abrumadora que el contenido misterioso de aquel sobre le provocaba concentrándose al máximo en su trabajo.  Cerca del medio día recibió la  amorosa llamada de rutina de la persona con quien compartía su vida. Esa llamada marcaba la hora para darse una pausa y almorzar, de lo contrario pasaba de largo sin probar bocado.
Le apasionaba  demasiado su trabajo. Desde que abandono la casa familiar  decidió perseguir sus sueños y los fue cumpliendo. Estudiar arquitectura era uno de ellos. Lo supo desde los tiempos de niño cuando se encargaba de confeccionar planos para construir  autos de madera. Otro de sus sueños conquistados, era su vida personal. Se encontraba en un momento ideal, estaba enamorado, era correspondido, tenía su propio hogar, sus propias reglas, era casi feliz. Para completar ese casi, solo estaba pendiente la relación con sus padres. En la tarde, sentado en su escritorio, tomo su mochila y saco la carta decidido a leerla. 
Sus dedos se volvieron torpes, le dolió el estómago, sintió nauseas, todos síntomas habituales en él ante algún estimulo estresante. 
Haciendo un supremo esfuerzo por calmarse comenzó a leer, sus ojos recorrían cada palabra con asombrosa rapidez. Al terminar las tres  páginas escritas a mano con cuidadosa caligrafía que no logro identificar, las doblo lentamente, tomo la pluma de paloma pasándola por la palma de su mano, sonrió con tristeza mientras una solitaria lágrima bajaba por su mejilla perdiéndose en su cuello. Miro la foto, la guardo en el sobre, respiro profundamente y cerró los ojos permaneciendo así por algunos minutos. Estaba solo, sentado en su oficina la que en ese momento le pareció  más fría que nunca. Por primera vez en muchos años  sintió que no podía huir,  también por primera vez se dio permiso para desempolvar los recuerdos.   Impulsivamente llamo a su casa para avisar que no llegaría esa noche,  no dio más explicaciones que una excusa de trabajo, colgó, miro la hora y salió corriendo. En la calle tomo un taxi  indicándole al chofer la dirección a un par de horas de la ciudad. El dinero no era un problema, ese era otro de sus sueños conquistados.
Mientras el vehículo se alejaba de la ciudad, él miraba sin ver el paisaje, estaba nervioso. Inconscientemente deseaba que el taxi sufriera algún desperfecto, un pinchazo, alguna falla de cualquier naturaleza que sirviera para retrasar el viaje. A los pocos minutos abandono aquellas ideas infantiles, se sintió absurdo intentando evitar algo que el mismo había decidido hacer.
Al bajar del taxi tuvo la misma sensación de soledad y frio de su oficina. En un intento de tomar seguridad, metió la mano en su bolsillo, busco la carta  tocándola sin sacarla.
Al llegar al número 9086 de aquella cuadra de antiguas casas sin antejardín, observo por un breve instante la mampara sucia, llena de dibujos y letras indescifrables. Busco el timbre que recordaba, no lo hallo, en su lugar solo había un pedazo de cable colgando, golpeo  fuerte con la mano. Conocía bien la dimensión del corredor que conducía al patio donde su padre tenía instalado su taller de carpintería. Basado en su memoria, pensó que estaría allí,  así es que  le costaría escuchar que estaban golpeando la puerta. Se aprestaba a dar nuevos golpes cuando sintió el sonido que hacen los pies al arrastrarse, luego la puerta se abrió. Ahí estaba él frente a su padre, al verlo quedo sorprendido, lejos de ser ese monstruo contra quien se  había  enfrentado  años antes, le pareció tierno e inofensivo. Es increíble como la vejez enternece. Recordó la imagen de “abuelito bueno” de un dictador que había evitado pagar sus crímenes fingiéndose  ser un “viejito loco”. Pero siendo justos, su padre había sido harto menos malvado que aquel, no había punto de comparación.
El viejo lo miro con sus ojos de topo, al principio no lo reconoció. Dando un gruñido le pregunto a quien buscaba, su hijo le hablo sin poder ocultar la emoción que le provocaba el encuentro
-Papá, soy yo, Emilio, su hijo.
El anciano se acercó  para verlo mejor colocándose sus gruesos lentes. Su boca casi sin dientes  se abrió de asombro, soltó una risotada de alegría y lo abrazo.
Esa noche, como nunca antes los dos hombres hablaron, se rieron, conversaron de todo, de la vida, de la muerte, de las soledades, de los dolores y las alegrías. Esa noche gracias a la carta que alguien le envió contándole de la partida de su madre y la soledad de su padre, no importaron las diferencias. Los fantasmas de Emilio comenzaron a desvanecerse junto a los prejuicios de su padre.   El hijo prodigo ya no tuvo ganas de reprocharle a su padre su intolerancia y crueldad de antaño.  El anciano  estaba feliz de tenerlo de vuelta en su vida. Sobre todo estaba feliz por tener la posibilidad de pedirle perdón. El viejo se daba cuenta de que su mujer siempre había tenido razón, su hijo, al que despectivamente le grito “Maricon de mierda” frente a los vecinos el día en que Emilio intento explicarles su gran secreto que lo hacía sentir culpable, resulto ser más hombre que cualquier otro que hubiera conocido.  
Pobre viejo, pagaba caro el dolor causado. Sufría sabiendo  que no alcanzaría a terminar de arrepentirse de haber desperdiciado tantos años a Emilio, su único hijo


Aidana – Cuentos Pendientes.

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